
La sexualidad masculina en la madurez exige reaprender el placer… y desconfiar de la soledad cuando es ella la que elige por uno.
Pasados los cincuenta, muchos hombres sienten que su vida sexual entra en una especie de tercer acto. Pero mientras el cuerpo cambia y el deseo se transforma, hay un personaje que empieza a cobrar protagonismo silencioso en este nuevo guión: La soledad. No la soledad ocasional del domingo sin planes, sino esa presencia densa que se mete en la cama, en la ducha y en la mente. Y aunque muchos creen que la libido se apaga con la testosterona, la verdad es que muchas veces se apaga con el miedo a no ser visto, a no ser deseado, a estar (literalmente) solo con uno mismo.
La soledad no es ni buena ni mala. Es, simplemente, un espacio. Puede ser fértil o estéril, cálido o helado. Todo depende de la autoestima y la actitud con la que se habita. Hay hombres que descubren que estar solos los vuelve más sabios, más sensuales e introspectivos. Otros se lanzan a cualquier compañía con tal de no escucharse pensar. El problema no es la soledad. El problema es cuando se vuelve la peor consejera para elegir pareja.
Porque cuando uno elige desde el miedo y no desde el deseo, cuando uno quiere llenar un hueco y no compartir un deseo genuino, empiezan las trampas…Relaciones codependientes, apegos ansiosos, transgresión de límites personales. El cuerpo puede seguir respondiendo, pero el alma se arruga. Hay hombres que, por no enfrentarse al vacío, acaban aceptando vínculos que los apagan, rutinas que los castran o amores que se parecen más a una obligación que al placer. En nombre del “por lo menos tengo a alguien”, se entregan a lo que no quieren, lo que no les toca y lo que no les hace bien.
Y es que la sexualidad madura no es sólo física. Es existencial. ¿Qué dice de uno el modo en que se deja amar? ¿Qué tanto placer cabe cuando hay pánico a quedarse sin nadie? ¿Qué tan erótico puede ser un cuerpo que se ofrece por miedo a estar solo? A veces, el verdadero acto sexual es el de aprender a estar consigo mismo sin desesperarse.
Pero no todo es tan lúgubre como parece. También hay risas. La sexualidad en la madurez tiene momentos de comedia. Hombres que usan gafas para leer etiquetas de ayudas sexuales, que descubren el sexo virtual tardío con fotos y emojis torpes, que se ríen de la barriga que ya no pueden esconder o del gemido que se les escapa al estirar la espalda más que por placer. El humor, en este contexto, es un lubricante emocional. Suaviza la vergüenza, relaja la exigencia y vuelve el deseo más humano y menos automático.
A esta edad, el sexo ya no es un campo de batalla donde probar virilidad, sino una conversación íntima entre cuerpos que se conocen y se escuchan. Ya no se trata de durar más, sino de estar más presente. De disfrutar, no de impresionar. Y eso, paradójicamente, puede ser mucho más intenso que cualquier maratón de juventud.
Pero para llegar allí, hay que dejar de ver la soledad como castigo y comenzar a verla como posibilidad. Estar solo no significa estar mal; significa, a veces, estar en pausa. Y esa pausa puede ser el espacio perfecto para reconstruir la relación con uno mismo, para dejar de buscar validación y empezar a buscar conexión. Porque el sexo más pleno no es el que borra la soledad, sino el que nace cuando ya no se teme a estar solo.
Así que, sí, a los cincuenta puede doler un poco más la espalda, los vibradores pueden servir más para dar masajes que para estimular y suena más fuerte la alarma de la próstata. Pero también puede ser el momento más lúcido e intenso del deseo. El momento en que el cuerpo ya no busca reproducirse ni probar nada, sino simplemente sentirse, vivirse, celebrarse. Y para eso, lo único verdaderamente necesario es estar dispuesto. Y no dejar que la soledad, disfrazada de urgencia, elija con quién acostarse… o a quién aferrarse.
Porque el deseo no se apaga. Se reinventa. Y cuando uno se permite desear desde el amor propio y no desde el pánico, entonces sí (aunque la cama esté vacía) uno ya no está solo. Está con uno. Y eso, a veces, es el mejor de los comienzos.